La persecución veneciana


De la "Transparencia del mal" de Jean Baudrillard

Un extraño orgullo nos lleva no sólo a poseer al otro sino a forzar su secreto; no sólo a resultarle querido sino a resultarle fatal. Desempeñar en la vida del otro el papel de la eminencia gris.

Comenzar a seguir a la gente por azar, por la calle, en secuencias breves y desorganizadas, con la idea de que la vida de la gente es un recorrido aleatorio, que carece de sentido, que no va a ninguna parte y que por ello es fascinante. Sólo existimos tras sus pasos, a sus espaldas – en realidad seguimos nuestros propios pasos, a nuestras espaldas –. Así que no es para descubrir la vida del otro, ni adónde va. Tampoco es una deriva en busca de lo desconocido. Creemos que somos el espejo del otro que no lo sabe. Creemos que somos el destino del otro, el doble de su recorrido que para él tiene un sentido, pero que repetido ya no lo tiene. Es como si alguien, detrás de él, supiera que no va a ninguna parte. Es, en cierta manera, como arrebatarle su objetivo: un genio malévolo se desliza sutilmente entre él y él mismo. Eso es tan fuerte que muchas veces la gente presiente que es seguida, por una especie de intuición de que algo ha entrado en su espacio, ha alterado su curva.

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