Cabeza de turco


Günter Wallraff
Fragmentos


La escenificación de mi insensatez me volvió más avispado y me permitió obtener una visión de la estrechez y la gélida frialdad de una sociedad  que se considera a si misma tan sensata, tan superior, tan definitiva y tan justa. yo era el bufón al que todo el mundo dice la verdad sin tapujos.

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– ¿Lo apuntas todo?
– Por favor, no digas a nadie ni una palabra de esto –aprovecho la ocasión y añado –: en este momento no puedo hablar del asunto, pero más tarde te lo explicaré todo.
Se percata de lo asustado que estoy y de lo sería que es la cosa para mí, y no me hace más preguntas. Durante meses enteros guarda silencio “Tienes que tomar nota exacta de todo lo que esos cerdos hacen aquí con nosotros –me susurra al oído–. Tienes que fijarte bien en todo.” Parece adivinar mis propósitos y a menudo me apoya con atinadas informaciones, sin pretender saber de mi nada más concreto. Yüksel es más bien apolítico pero –no obstante ser casi un niño todavía–, como consecuencia de una profunda vulnerabilidad y desesperación y del sentimiento de solidaridad que de las mismas se desprende, mantiene lo que se sabe sobre sí sometido a la disciplina del silencio.

Yuksel Atasayar describe su situación:
“En una ocasión tuve la sensación de como si allí se hubiera producido una guerra atómica, por el aspecto del ambiente.  Todo aquel polvo y humo y todo aquello…, no sé, era algo absolutamente horrible. Era casi comparable a la guerra tal como la conocemos por las películas.

“En algunos sitios el trabajo es peligroso, en uno, por ejemplo, hay riesgo de emanaciones de gas. Puedes diñarla. Y tenemos que trabajar en semejantes cámaras, donde el peligro es total. Hay letreros que te dicen que puedes palmarla si las emanaciones son demasiado intensas. Y el gas casi no lo notas, no podías ni olerlo. Había un pequeño dispositivo verificador, del que se podía hacer una lectura. Yo muchas veces me mareaba y sentía también muchas nauseas. Vamos, que muchos días no se puede soportar. Muchos días tampoco tenía apetito ninguno, no podía tragar bocado, sólo comía polvo, y es que podía uno lo que se dice comérselo. Se lo tragaba uno de lo denso que era en el aire. Contiene plomo, cadmio y yo qué sé qué contendrá. Más de una vez me he ido a un rincón, he vomitado y me he sentado sólo para respirar.

“Hay que haberlo vivido: aun después de haberte duchado se concentra todo en los pulmones y ahí se queda. Por fuera estas limpio, sí, pero por dentro… todo está dentro. Estás prácticamente metido en la mierda, y, aunque te la quites, al día siguiente la mierda vuelve a estar allí, es siempre la misma.

“Lo que no entiendo es lo poco que te pagan. Quieren hacerse tan ricos como sea posible y no dar nada a cambio, con lo ricos que son ya.

“Para mí la vida no significa nada, de veras. Por lo general no tiene ningún sentido. Al principio cuando tienes catorce o quince años, es decir, cuando se va uno haciendo adulto lentamente y tiene uno una chica  y todo eso, y te gusta irte a la cama con ella…, bueno, y lo haces ¿y qué? No, eso no es lo más importante, vamos, que la vida sólo tiene un sentido cuando quieres alcanzar algo por ti mismo, algo que llevas en tu cabeza, entonces es cuando la vida tiene sentido, si no, no tiene ninguno. Además, entonces tiene uno ganas de hacer algo… pero, si no, en conjunto la vida no tiene ningún sentido. ¿Qué es eso, la vida?

“¿Cuándo he sido ya más feliz, así en general, en la vida? Pues fue cuando tenía doce años y me fui de vacaciones a Turquía con mis padres. Aquello si que fue estupendo. Sentía de modo completamente distinto ¿Y qué es lo peor? Pues estar ahora aquí trabajando en Thyssen para la empresa Adlerm esto es lo peor de lo peor mñas le valdría a uno morirse.

Dinero


Martin Amis
Fragmento 
  
Las calles cantan. Es  cierto. ¿No las oyen ustedes? Las calles gritan. ¿han oído hablar de la cultura de las calles? Falso. En realidad no hay cultura callejera. Las cosas son así. ¿Empieza el grito donde termina la canción? Y en las calles de los monólogos y en los callejones de los coros del oeste de Londres, los que tendrían que gritar, cantan y los que tendrían que cantar, gritan. Respiran el aire que sale de los salones de marcianitos que no cierran en las veinticuatro horas del día, de los supermercados que no cierran las veinticuatro horas del día, del hipocausto de la ciudad que no cierra en las veinticuatro horas del día.  Al igual que los tugurios por los que rondan esa gentuza, ellos mismos funcionan a base de no cerrar en las veinticuatro horas del día. No cierran nunca. Esa mujer de piernas oscuras –!qué fuerza, por Cristo!– apuñalada en los portales a todas horas, con sol o lluvia: sí, también ella, como el resto del coro, ensaya permanentemente su queja personal, su grito contra la conspiración, contra la traición. Y todo acaba en obscenidades y movimientos apresurados, en odio dirigido contra sí misma, como si ya no soportase su propia proximidad. Madre mía… La canción que cantan quienes gritan es una canción dedicada a quienes no lo soportan, una canción que define e imita la significación de la palabra insoportable.
   ¿Se han fijado ustedes, por cierto, en lo alto que habla la gente en los snackbares y en los cines, en cómo los traspatios son cobijo de gente sin ingenio, gente torpe, gente con transistores, y que las palabrotas y señas de guerra sexual son la única forma de dialogo que queda en las colas de los autobuses, y que parece como si la vida hubiera salido toda ella al aire libre? Mientras, en los viejos pubs, los clientes de siempre hacen muecas y aguantan como pueden la música enlatada de rock. Hablamos en voz más alta para hacernos oír. Pronto estaremos todos gritando todo el día    
   La televisión nos afecta. El cine también. No sabemos aún cómo nos afecta. Esperamos, y contamos los síntomas. Todos nos hemos enterado de que hay un problema de verosimilitud. ¡La televisión es real!, piensan algunos. ¿Dónde queda, entonces, la realidad? Todo el mundo necesita, exige, una personalidad de las que producen impacto, una vida de serial, de teatro callejero, todo mundo quiere meterle un poco de arte a su vida… Nuestras vidas poseen cierta forma, cierta configuración artística, y todos queremos que esa forma quede revelada en todas nuestras acciones, incluso cuando nos movemos en los detalles más simples, entre nuestras llaves, nuestras esponjas, nuestras tazas de café, nuestros cajones de las camisas, nuestros talonarios de cheques, nuestras sábanas, nuestros peinados, nuestras varillas de los visillos, nuestras garantías de la nevera, nuestros bolis, nuestros botones, nuestro dinero.  

Pajaro de celda


Kurt Vonnegut
Fragmentos

– ¿Sabéis lo que va a acabar matando este planeta?
– dije.
– ¡El colesterol! – dijo Frank.
–La falta absoluta de seriedad –dije–. A nadie le importa ya un pimiento qué es lo que pasa en realidad, qué es lo que va a pasar, o cómo pudimos meternos en este lío.
Consideró esto como un indicio de que estábamos haciéndonos aún más estúpidos.

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¿Qué podía tener de repulsivo, después de todo, en la Gran Depresión, precisamente, y con otra guerra más por las riquezas y mercados naturales del mundo en perspectiva, el que un joven creyese que toda persona debía trabajar según su capacidad, y ser retribuida, estuviese sana o enferma, fuese joven o vieja, valiente o cobarde, inteligente o imbécil, según sus necesidades básicas? Nadie podía considerarme un enfermo mental por pensar que no tenía por qué repetirse la guerra… que bastaba con que la gente normal de todas partes se hiciese con el control de las riquezas del planeta, disolviese los ejércitos y olvidase las fronteras nacionales; bastaba con que pasasen a considerarse hermanos y hermanas, sí, y madres y padres, también, e hijos de todo el resto de la gente normal… en todas partes.


La única persona que quedaría excluida de tal amistosa y misericordiosa amistad sería la que acaparase más riqueza de la que pudiera necesitar en un momento dado.

La conjura de los necios


John Kennedy Toole
Fragmento

Colocando los papeles en el regazo, fue ojeándolos uno a uno y descubrió que, tal como había imaginado, casi todos eran ejercicios no devueltos que había acumulado a lo largo de un periodo de mas de cinco años. Cuando se detuvo a examinar uno de ellos, sus ojos cayeron sobre una hoja arrugada y amarillenta de papel Gran Jefe en la que había escrito, en rojo lo siguiente:
   Su total ignorancia de lo que profesa enseñar merece pena de muerte. Dudo que sepa usted que a San Casiano de Imola le mataron sus propios alumnos atravesándole con sus estilos. Su muerte, un martirio perfectamente honorable, le convirtió en santo patrón de los profesores.
   Encomiéndese a él, tonto extraviado, pseudopedante que se dedica a decir “¿alguien para el tenis?” y a jugar al golf y a trasegar bebidas alcohólicas, pues necesita usted realmente un santo patrón. Aunque sus días están contados, no morirá usted como un mártir (pues no defiende usted ninguna causa santa), sino como el perfecto imbécil que en realidad es.