Dinero
Martin Amis
Fragmento
Las calles cantan. Es cierto. ¿No las oyen ustedes? Las calles gritan. ¿han oído hablar de la cultura de las calles? Falso. En realidad no hay cultura callejera. Las cosas son así. ¿Empieza el grito donde termina la canción? Y en las calles de los monólogos y en los callejones de los coros del oeste de Londres, los que tendrían que gritar, cantan y los que tendrían que cantar, gritan. Respiran el aire que sale de los salones de marcianitos que no cierran en las veinticuatro horas del día, de los supermercados que no cierran las veinticuatro horas del día, del hipocausto de la ciudad que no cierra en las veinticuatro horas del día. Al igual que los tugurios por los que rondan esa gentuza, ellos mismos funcionan a base de no cerrar en las veinticuatro horas del día. No cierran nunca. Esa mujer de piernas oscuras –!qué fuerza, por Cristo!– apuñalada en los portales a todas horas, con sol o lluvia: sí, también ella, como el resto del coro, ensaya permanentemente su queja personal, su grito contra la conspiración, contra la traición. Y todo acaba en obscenidades y movimientos apresurados, en odio dirigido contra sí misma, como si ya no soportase su propia proximidad. Madre mía… La canción que cantan quienes gritan es una canción dedicada a quienes no lo soportan, una canción que define e imita la significación de la palabra insoportable.
¿Se han fijado ustedes, por cierto, en lo alto que habla la gente en los snackbares y en los cines, en cómo los traspatios son cobijo de gente sin ingenio, gente torpe, gente con transistores, y que las palabrotas y señas de guerra sexual son la única forma de dialogo que queda en las colas de los autobuses, y que parece como si la vida hubiera salido toda ella al aire libre? Mientras, en los viejos pubs, los clientes de siempre hacen muecas y aguantan como pueden la música enlatada de rock. Hablamos en voz más alta para hacernos oír. Pronto estaremos todos gritando todo el día
La televisión nos afecta. El cine también. No sabemos aún cómo nos afecta. Esperamos, y contamos los síntomas. Todos nos hemos enterado de que hay un problema de verosimilitud. ¡La televisión es real!, piensan algunos. ¿Dónde queda, entonces, la realidad? Todo el mundo necesita, exige, una personalidad de las que producen impacto, una vida de serial, de teatro callejero, todo mundo quiere meterle un poco de arte a su vida… Nuestras vidas poseen cierta forma, cierta configuración artística, y todos queremos que esa forma quede revelada en todas nuestras acciones, incluso cuando nos movemos en los detalles más simples, entre nuestras llaves, nuestras esponjas, nuestras tazas de café, nuestros cajones de las camisas, nuestros talonarios de cheques, nuestras sábanas, nuestros peinados, nuestras varillas de los visillos, nuestras garantías de la nevera, nuestros bolis, nuestros botones, nuestro dinero.
Fragmento
Las calles cantan. Es cierto. ¿No las oyen ustedes? Las calles gritan. ¿han oído hablar de la cultura de las calles? Falso. En realidad no hay cultura callejera. Las cosas son así. ¿Empieza el grito donde termina la canción? Y en las calles de los monólogos y en los callejones de los coros del oeste de Londres, los que tendrían que gritar, cantan y los que tendrían que cantar, gritan. Respiran el aire que sale de los salones de marcianitos que no cierran en las veinticuatro horas del día, de los supermercados que no cierran las veinticuatro horas del día, del hipocausto de la ciudad que no cierra en las veinticuatro horas del día. Al igual que los tugurios por los que rondan esa gentuza, ellos mismos funcionan a base de no cerrar en las veinticuatro horas del día. No cierran nunca. Esa mujer de piernas oscuras –!qué fuerza, por Cristo!– apuñalada en los portales a todas horas, con sol o lluvia: sí, también ella, como el resto del coro, ensaya permanentemente su queja personal, su grito contra la conspiración, contra la traición. Y todo acaba en obscenidades y movimientos apresurados, en odio dirigido contra sí misma, como si ya no soportase su propia proximidad. Madre mía… La canción que cantan quienes gritan es una canción dedicada a quienes no lo soportan, una canción que define e imita la significación de la palabra insoportable.
¿Se han fijado ustedes, por cierto, en lo alto que habla la gente en los snackbares y en los cines, en cómo los traspatios son cobijo de gente sin ingenio, gente torpe, gente con transistores, y que las palabrotas y señas de guerra sexual son la única forma de dialogo que queda en las colas de los autobuses, y que parece como si la vida hubiera salido toda ella al aire libre? Mientras, en los viejos pubs, los clientes de siempre hacen muecas y aguantan como pueden la música enlatada de rock. Hablamos en voz más alta para hacernos oír. Pronto estaremos todos gritando todo el día
La televisión nos afecta. El cine también. No sabemos aún cómo nos afecta. Esperamos, y contamos los síntomas. Todos nos hemos enterado de que hay un problema de verosimilitud. ¡La televisión es real!, piensan algunos. ¿Dónde queda, entonces, la realidad? Todo el mundo necesita, exige, una personalidad de las que producen impacto, una vida de serial, de teatro callejero, todo mundo quiere meterle un poco de arte a su vida… Nuestras vidas poseen cierta forma, cierta configuración artística, y todos queremos que esa forma quede revelada en todas nuestras acciones, incluso cuando nos movemos en los detalles más simples, entre nuestras llaves, nuestras esponjas, nuestras tazas de café, nuestros cajones de las camisas, nuestros talonarios de cheques, nuestras sábanas, nuestros peinados, nuestras varillas de los visillos, nuestras garantías de la nevera, nuestros bolis, nuestros botones, nuestro dinero.
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